Los paseos de promoción de los colegios son una tradición establecida hace ya varios años. Su finalidad inicial fue la de reunir al grupo de compañeros, fuera de su entorno familiar, a compartir unos días de sana diversión. Su objetivo era cerrar con broche de oro el final de la vida escolar, un hecho digno de conmemorarse después de tantos años en los que se tejieron las amistades más importantes de la vida.
Desafortunadamente estos paseos no han escapado a la influencia de la cultura actual y su función se ha ido desviando. Gracias a que el materialismo imperante ha establecido que el principal objetivo de la vida es vivir felices, cómodos y entretenidos a como dé lugar, todo aquello que proporcione diversión y placer, indistintamente de si está bien o mal, es acogido. Como resultado, hoy cualquier experiencia que se considere amena busca frenéticamente el placer y todos los excesos que conduzcan a él. Dentro de esta filosofía, la única finalidad de los paseos escolares es gozar a rienda suelta sin restricción.
Por mucho que confiemos en la formación que les hemos dado a nuestros hijos, ellos son jóvenes vulnerables y no están preparados para lidiar con experiencias como estas. Hoy, ya los colegios no los apoyan ni los acompañan y la mayoría de los grupos van prácticamente solos y a su libre albedrío. El entorno es muy provocador e invita a toda suerte de abusos: jóvenes en pleno despertar sexual, buscando frenéticamente oponerse a lo tradicional, rodeados de playa, ataviados con atrevidos bikinis, animados por música excitante, atardeceres esplendorosos, trago en cantidades, habitaciones contiguas y reunidos sin más propósito que el de parrandear. Todo esto en plena adolescencia, es decir, cuando adolecen de suficiente autocontrol, de suficiente responsabilidad y de suficiente capacidad para medir las consecuencias de sus actos, puesto que todos juran que a ellos nada les pasará. Y cuando la presión externa del grupo y la presión interna de sus hormonas está en todo su furor! Los lamentables resultados de varios de estos paseos son bien conocidos pero sorprendentemente ignorados. Ha habido destrozos en los hoteles, ha habido accidentes graves y hasta fatales por la imprudencia de los jóvenes. Y seguirá habiendo muchos más.
Es difícil entender que estos paseos sigan contando con el consentimiento y con el patrocinio de los padres. Y que en su sincero deseo de mantener a los hijos complacidos haciendo eco a lo que dicta la cultura, los papás estén poniendo en serio riesgo el bienestar de sus hijos. Las circunstancias morales de la sociedad actual son muy distintas a las del pasado. Hoy todo se permite porque ya la vida no se rige por principios sino por opiniones y la opinión más generalizada es que todo está bien y todo se justifica con porque todo el mundo lo hace y todos los excesos de los hijos se permiten porque juventud no hay sino una .
Resulta que amar a los hijos no es mantenerlos contentos, sino además, tener la valentía de hacerlos sufrir cuando es necesario. Es, por ejemplo, llevarlos a vacunar, así les duela. Es servirles una sopa de verduras, así no les guste. Es protegerlos del peligro y en la adolescencia esto incluye protegerlos de sí mismos, de su irresponsabilidad típica, de su descontrol característico, de sus locuras y de sus fantasías de inmortalidad, así se molesten.
Amar a los hijos es no fallarles y fallan como padres quienes, por no recapacitar, permiten que los hijos participen en experiencias que atentan contra su salud física o su integridad moral. Recordemos que buenos padres no son los que se aseguran de que nada les falte a los hijos, sino los que no les fallan como padres, así tengan que verlos sufrir.
Ángela Marulanda
Educadora Familiar