Hoy nuestro mundo está afectado en sus valores éticos. Principios fundamentales sobre los cuales nuestros predecesores concibieron y construyeron la sociedad contemporánea, se encuentran erosionados. Hemos perdido mucho de nuestro sentido de unidad y eso nos hace como individuos moralmente débiles, y como conjunto social… vulnerables.
Integramos países y comunidades, pero como individuos hemos ido distanciándonos y perdiendo esa unión que nos hacía mejores padres, respetuosos hijos, amorosos esposos, solidarios vecinos, y… buenos ciudadanos.
El bombardeo constante de consumismo, vanidad desbordada, violencia sin límites, indiferencia afectiva y… sexo grotesco, han producido sus resultados: pragmatismo, cortoplacismo, irresponsabilidad, indiferencia afectiva y religiosa; pero también han disminuido nuestra firmeza y sembrado en nuestras almas profundos vacíos, difíciles de superar.
Frente a esas realidades, no queda otro remedio que fortalecer las instituciones que todavía quedan en pie. Porque como lo escribiera El Dr. Ron Jenson: “La sociedad refleja la salud de las grandes instituciones, las cuales reflejan la salud de las familias, las cuales a su vez reflejan la salud de las personas.”
Se siente en el ambiente la pérdida del mínimo sentido de pertenencia, típico de los seres racionales civilizados. Las personas se notan afectadas en su identidad, cual por su condición gregaria, el individuo define y fortalece con la interacción del grupo familiar, laboral, estudiantil y en la comunidad o sociedad donde hace su vida cotidiana.
El sentido de pertenencia significa arraigo a algo que se considera importante, como las personas, cosas, grupos, organizaciones o instituciones, que contribuye a alejar o atenuar la soledad, que hoy afecta a los grandes conglomerados humanos, promoviendo insensibilidad, egoísmo, desconfianza, y un sentimiento progresivo de inseguridad y… desamparo.
El priorizar el logro de cosas materiales frente al amor y la sensibilidad humana, al crecimiento espiritual y el compartir las muchas bendiciones recibidas de Dios, violenta el sentido de pertenencia al hogar, al sitio de trabajo, al lugar que nos vio nacer, a la escuela o universidad donde nos formamos, al grupo de amigos y a la comunidad en general, aislándonos de las cosas que nos generaban ese importante elemento vivencial, que nos producía seguridad y nos hacía sentirnos como parte de algo… importante.
Si no tenemos arraigo por sentir que no pertenecemos a nada ni a ninguna parte todo se hace ajeno y, progresivamente, se pierde el interés en lo que no nos afecta directamente; y eso es contrario al sentimiento cristiano del amor y la caridad que debemos a nuestros semejantes, cual reflejó Jesús en su admonición: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.
Quienes aspiramos a una vida feliz tenemos que luchar por conservar nuestro sentido de pertenencia, que nos ayuda a mantener la cohesión humana, iniciando nuestro trabajo en ese sentido en la familia, haciéndola más unida, comunicativa y participativa, sobre la base del amor, la consideración, la aceptación, la buena comunicación y el respeto.
No basta traer al mundo, alimentar y educar los hijos; se requiere amarlos y enseñarles a amar; sembrarles en su alma el sentimiento de solidaridad humana y la obligación de asistencia a los semejantes, en los momentos de desventura, dolor o adversidad. Esa es una manera de desarrollarles el sentido de pertenencia a su grupo familiar y su comunidad, que con el devenir del tiempo progresará y fructificará en sus propios hogares.
No es suficiente hacer pareja; se requiere hacer conjunción de intereses, sentimientos, sueños, solidaridad, confianza y lealtad con esa otra persona que nos escogió dentro del conglomerado social para hacernos objeto de su amor, dedicación y compañeros de siempre. Ello afianza un sano sentido de pertenencia a esa persona, haciéndonos ser mejores para no afectarla, frente a el sentimiento recíproco de que también ella nos pertenece, en el camino de hacernos una vida feliz.
No vale la pena trabajar o estudiar como una obligación para subsistir o prever el futuro; sería desperdiciar la oportunidad de vivir extraordinarias y edificantes experiencias que nos da el disfrutar de lo que realizamos. Se requiere amar lo que hacemos, porque además de ser una bendición, es un privilegio tener una labor que ejecutar o estudiar, cuando millones de personas no encuentran empleo y otras tantas no tienen la oportunidad de estudiar. Si amamos lo que hacemos, especialmente trabajar y estudiar, desarrollamos un especial sentido de pertenencia a esas Organizaciones en las cuales hacemos vida.
Participar en las actividades y organizaciones comunales, religiosas, estudiantiles, de voluntariado, culturales o recreacionales de nuestro entorno, es una manera de fortalecer ese importantísimo sentido de pertenencia, como generador de cohesión intragrupal, que al mismo tiempo que afianza nuestra identidad personal, nos permite ser más útiles a nuestros semejantes, cual debería ser la máxima aspiración de todo ser humano.
El sentido de pertenencia fortalece el sentimiento de que todos somos uno, que es como decir que al pertenecer a este mundo que Dios nos dio por heredad, todos nos pertenecemos mutuamente y por tanto debemos amarnos y socorrernos mutuamente.
Dr. Amauri Castillo